miércoles, 21 de noviembre de 2012

Mi amor, los viajes: Éire.

Apretaba el botón de parada en cuanto divisaba Trinity College.
- ¡Rápido! ¡Ahí está Molly Malone! (Solía pensar).
Entonces, me apresuraba a bajar al piso de abajo del autobús, siempre teniendo cuidado de la frenada para evitar caídas. Se veían unas cuantas últimamente. Y más aún si llovía. Suelas mojadas.
Si el conductor había sido amable al recogerme en Cabinteely, entonces me despedía del mismo modo:
- Thanks! Have a nice day! 

Y de repente, pisaba el suelo de Nassau Street logrando tomar una gran bocanada de aire. Eso era amor.

Inmediatamente me fusionaba con las masas de personas que, lejos de resultarme molestas, me agradaban. Ya sabes, una capital... debería despertar mi habitual rechazo. Pero no. En este caso no.

Me sentía una más. Porque el suelo, el sonido, el ambiente... me resultaban tan familiares... Como si en otra vida hubiese pertenecido a aquella parte del mundo.

Ahí estaba Molly, siempre atractiva, impecable ante el paso del tiempo. Y como siempre, oleadas de turistas peleaban por fotografiarse a su lado. Incluso después de muerta todos te ansían, Molly Malone.

Poco después, me adentraba en Temple Bar como si una fuerza inevitable guiase mi cuerpo a través de las calles de suelo empedrado. 

Empezaba a intuirse la música tímidamente, el bullicio de la juventud, los vasos de cerveza brindando. Definitivamente debía encontrarme cerca de aquel paraíso, para muchos invisible, infravalorado. ¿Acaso nadie sentía lo que yo sentía? Me veía envuelta en una constelación de ensueño, cuyo final... deseaba fuera inexistente.

No existía un rincón sin música. Un músico sin producir asombro.
Cada vez que paseaba por esa minúscula zona dentro de un planeta tan inmenso, me sentía invencible. Podía flotar. Que jamás volviera a amanecer. Que jamás dejasen de tocar. Y el entorno, y la gente riendo, y mi fascinación... Carezco de palabras para explicar la sensación tan feliz irrumpiendo en mis venas y que hoy provoca suspiros de melancolía.

Pero, como venía siendo habitual, la sonrisa, la felicidad, no podía ser completa. Faltaba una presencia. Sobraba una ausencia. Y ese es el único aspecto que hubiese podido perfeccionar aquello que parecía inmejorable.

De repente suena esto en mi pequeña radio y, aunque nunca he sido fan, me recuerda tanto a esta vivencia estival que... doy gracias a la vida por seguir aquí y tener la suerte de haber podido conocer tantos lugares especiales a mis veintidós años de edad.

1 comentario: