Esa compañía madura nunca dejaba de ser agradable para Linda Greenfield.
Aunque acudía a aquel lugar con poca frecuencia, siempre solía encontrarse con el encantador hombre, unos cuarenta años mayor que ella. Mucho tiempo escribiendo poesía, una voz cálida. Un físico atractivo, en cualquier caso. En su juventud, tenía fama de conquistador. Su experiencia aportaba confianza. Era un hombre bastante paternal, pero trataba a Linda como a una mujer, y no como a una niña.
En aquella mañana, debido a la multitud de personas que en dicho lugar se hallaban, no les fue posible entablar una conversación tan larga y profunda como acostumbraban. Pero Linda se llevó esa dulzura, esa conexión inevitable que había nacido de un pésimo momento personal. Entre toda la oscuridad, las palabras de aquel caballero habían logrado resucitar algo insólito en Linda.
Y a partir de aquella primera tarde, cada encuentro casual suponía aprendizaje. Él era capaz de introducirse en el cerebro o el corazón de Linda y pensar o sentir del mismo modo. Empatía. Entonces elaboraba soluciones, corregía actitudes, y sugería cambios.
Para terminar, inyectaba en ella una dosis de autoestima, junto con alguna frase de aliento y valor.
No era de extrañar que Linda volviese a su casa con un espíritu renovado, mientras sonreía al recordar el trato que siempre recibía por parte del poeta, hombre terriblemente interesante, con dos cánceres a sus espaldas. Se alegraba de que la vida le hubiese dado a él varias oportunidades de continuar.
Y desde entonces, en ese pequeño rincón del mundo, Linda Greenfield esboza una sonrisa cuando le ve aparecer, consciente de que se dispone a recibir un agrado recíproco, una lección de vida, y unos minutos u horas de energía positiva, muy parecida a lo que conocemos por felicidad.
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