Un hilo de atracción se había encendido en mí años atrás.
Ocurrió en el amanecer de un día de julio. La música chirriante había terminado. Todos buscaban el modo de volver a sus respectivos pueblos, sin ser multados o advertidos por la policía. Mi amigo había cumplido su palabra. Ni una gota de alcohol.
Y de repente la vimos. La vi. Tenía el pelo rubio y ondulado, despeinado. Los ojos, maquillados de negro, con el iris más felino que jamás haya visto. Con una sonrisa, aceptó que la acercásemos a casa.
Me miraba. Y yo a ella, de reojo.
A continuación, me quedé enganchado de su actitud. Había olvidado las llaves, y se le ocurrió saltar la tapia. Qué mujer haría eso. Desde el otro lado, se despidió, de nuevo sonriendo, y desapareció corriendo hacia su casa.
En los veranos consecutivos, con sólo una mirada suya, y sin cruzar palabra, notaba crecer algo en mi pantalón. Qué presencia, qué mirada, qué intriga. Sólo quería llevármela de ahí y quitarle toda esa ropa.
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Esta mañana ha despertado a mi lado. La tengo tan cerca... me invaden estos impulsos de besarle la espalda, acariciarle un pecho, y después el otro...
De repente, irrumpen en mí todos los recuerdos de la pasada noche. Todavía huele mi piel a la suya. Con una sensualidad impecable, desabrochó mi camisa y pantalones. No perdió un segundo en embriagarme con sus besos.
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Es la niña que saltó la tapia con gracia y valentía. Y en una noche inesperada, nuestra atracción nos ha reunido bajo las mismas sábanas.
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