martes, 5 de febrero de 2013

Había llegado.

Me ayudó a mejorar mi potencial crítico y analítico. Me enseñó realismo. Como si en una capa nada superficial, siempre hubiera tenido esos intereses ocultos en algún lugar. Y de repente él llegase y los despertase de golpe. Estaba la esencia, faltaba el impulso.

Me gustaba escucharle. No quería que dejase de hablar. Cada cosa que decía me parecía más interesante. Deseaba conocer hasta el más ínfimo detalle de su vida. Y él no sabía que yo miraba su boca y después sus ojos. Y muchas veces me perdía recorriendo su rostro y extraviaba parte de la conversación.

Otras veces, disimulando, me colocaba detrás de él, a unos metros de distancia. De ese modo podía observar su pelo, su cuello... sin ser descubierta. No lograba quitarle los ojos de encima. Definitivamente, aquello no era un capricho pasajero. Se estaba escapando a mi control. No podía pensar en otra cosa. Todo era tan nuevo. 

Otras veces, me pasaba el día escribiendo sobre su manera de expresar sentimientos.   Nada que ver con el resto. Cuando terminaba el papel, cogía otro y escribía sobre su manera de sonreír. Pero su sonrisa... solía ocupar unas cuantas líneas más.

Otras veces, en medio de la oscuridad de la noche, lo imaginaba en ese momento, cerca, hablándome de cualquier cosa. O no. Quizás permaneciendo en silencio. Dibujé tantas caras invisibles en el aire con las yemas de los dedos...
En ese ansia de tenerle, noche tras noche, me dormía.

Entonces llegó una temporada en que, en la calle, no había otra cosa que reminiscencias.

Qué estaba pasándome. Por qué ese monopolio de protagonismo en mi cabeza. ¿Por qué?

No me resultó difícil comprender con claridad.

Había llegado.


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