... el noreste de Suecia. En primavera, claro. Los árboles y el césped van tomando color, retomando la vida tras tan largos y duros inviernos. Y el agua es tan lisa, tranquila y limpia (y fría!), que podemos ver reflejado en ella cada detalle del cielo. De verdad, era prácticamente como un espejo. Salir de casa en esta época del año era una inevitable fuente de inspiración. Y de los atardeceres... no puedo ni hablar. Mágicos. Realmente parecía un sol distinto al de España, más débil, más frío, menos colorido. Pero tenía su encanto.
Y la aparición de las primeras flores provocaba en los habitantes del condado un cambio de chip instantáneo. La vida había llegado. Atrás quedaban las decenas de grados bajo cero. La nieve, la oscuridad, lo sobrio, lo gris. Llegaba entonces la alegría, la vida, la libertad.
Y el mar volvía a respirar, habiéndose desprendido del puro y grueso hielo que lo recubría. Pequeñas olitas se formaban y discurrían a sus anchas. Volvían a mezclarse con la luz del sol que llegaba para quedarse tres o cuatro meses. Cinco, a lo sumo. Y entonces, nosotros, los estudiantes, nos lanzábamos al muelle, a las orillas del mar con unos pedazos de pan, queso y mermelada. ¡Y cerveza! pero a escondidas, claro.
Y así compusimos nuestra vida en Härnösand. Alejada de nuestros hogares, de nuestras raíces. Todo era nuevo, los edificios, la cultura, las costumbres, el idioma (VAYA QUE SI ERA NUEVO), los horarios.
Aquello era Escandinavia, el mundo lejano de las leyendas de vikingos. Vampiros.
La tierra de los pinos, de la confianza, del civismo.
Y del alcohol en exceso, la timidez, la frialdad.
Aquello era Suecia y el recuerdo es maravilloso, es perfecto, intocable, tan frágil que asusta incluso tratar de repetir la experiencia. Pero sé que debo y quiero y lo haré. Volveré a caminar por Nybrogatan tratando de no resbalar. Me acercaré hasta Hospitalsgatan 8B para mirar fijamente la ventana de mi habitación, y tratar de recopilar en un instante todas las sonrisas, lágrimas, preocupaciones y momentos de felicidad que pasé en ella. Lo mucho que eché de menos a los míos, lo mucho que deseé que estuvieran allí conmigo.
En la primera semana, pensé que sería la única estudiante de Erasmus descontenta con su estancia en el extranjero.
Está de más decir que todo eso cambió, teniendo en cuenta que transcurridos más de dos años, soñar que vuelvo a respirar ese aire nórdico puro y frío como el hielo, hace que despierte con lágrimas de felicidad.